Mientras un manto de humo azul cubre mi lozana juventud con su excéntrico sonido fluvial, las palabras llueven y se imprimen en forma poética, como billetes fuera de serie en un circo económico letrado. Un valor predeterminado por un ente regulador califica (sin razón ni bases claras) de bueno o malo lo que un montón de cánones estúpidos le hicieron creer. Un chirrido; furia; calma; incesantes gotas mueren, estallando contra el octavo mar, pavimentado por el olor (y el dolor) de una noche más.
Consumíanse pitada a pitada.
Incierto es el destino de aquel que se entrega en alma y vida a su literatura, pues sus escritos persistirán, con calor o con frío; con miedo o amor; esperanza y desatino de un transeúnte nocturno, envuelto en un velo de silencios lúdicos y agudeza virtual.
Hasta mañana.
Ahora o nunca, el cielo ha dejado de llorar.
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